Entre sueños anda el vuelo
Me descubro volando hacia territorios desconocidos.
Ya no es un sueño.

Recuerdo que cuando era pequeña, los veranos, solía ir con mi tía Henar a hacer volar una cometa preciosa que nos regalaron a todos los primos.
Iba subiendo poco a poco, mecida por el suave y seco viento de la meseta castellana; la expectación de todos se centraba en el curioso modo que tenía de despegar, como si buscara el camino más fácil, la senda invisible que el aire trazaba hacia las alturas y que, tan sólo la propia cometa, podía descubrir.
Conteníamos la respiración si de pronto, un inoportuno golpe de viento, la hacía girar bruscamente y revolvía su colorida cola; tres segundos de incertidumbre y mi tía se hacía con los mandos, ayudando a dirigir las complicadas maniobras al primo más mayor (el despegue era cuestión de jerarquía) y con una insospechada habilidad nos dejaba boquiabiertos y lograba que los hilos no se cruzaran y que la cometa retomara su vuelo sin problemas.
Siempre me pareció mágico.
Me dedicaba a observar cada movimiento; disfrutaba mirando cómo los colores de la cola se entremezclaban, cómo las corrientes de aire hacían que de pronto el artefacto volador se fusionara con las aves de paso y se transformara de momento en un cuerpo con vida propia, casi animal.
Me dejaba llevar por una especie de ensoñación en la que yo misma me veía volando.
Me cogía fuerte a uno de los extremos del hilo y aprovechando alguna ligera pendiente me dejaba arrastrar por la fuerza de la cometa e iba ascendiendo poco a poco.
Me producía más placer el hecho de soñar que volaba que el de hacer volar a nuestro juguete estival.
Hoy, volar ya no es un sueño y por fin, con mis propias alas, al despegar, podré abrir los ojos para sentir que mi vuelo hacia la libertad es una realidad en mi vida.
Ya no es un sueño.

Recuerdo que cuando era pequeña, los veranos, solía ir con mi tía Henar a hacer volar una cometa preciosa que nos regalaron a todos los primos.
Iba subiendo poco a poco, mecida por el suave y seco viento de la meseta castellana; la expectación de todos se centraba en el curioso modo que tenía de despegar, como si buscara el camino más fácil, la senda invisible que el aire trazaba hacia las alturas y que, tan sólo la propia cometa, podía descubrir.
Conteníamos la respiración si de pronto, un inoportuno golpe de viento, la hacía girar bruscamente y revolvía su colorida cola; tres segundos de incertidumbre y mi tía se hacía con los mandos, ayudando a dirigir las complicadas maniobras al primo más mayor (el despegue era cuestión de jerarquía) y con una insospechada habilidad nos dejaba boquiabiertos y lograba que los hilos no se cruzaran y que la cometa retomara su vuelo sin problemas.
Siempre me pareció mágico.
Me dedicaba a observar cada movimiento; disfrutaba mirando cómo los colores de la cola se entremezclaban, cómo las corrientes de aire hacían que de pronto el artefacto volador se fusionara con las aves de paso y se transformara de momento en un cuerpo con vida propia, casi animal.
Me dejaba llevar por una especie de ensoñación en la que yo misma me veía volando.
Me cogía fuerte a uno de los extremos del hilo y aprovechando alguna ligera pendiente me dejaba arrastrar por la fuerza de la cometa e iba ascendiendo poco a poco.
Me producía más placer el hecho de soñar que volaba que el de hacer volar a nuestro juguete estival.
Hoy, volar ya no es un sueño y por fin, con mis propias alas, al despegar, podré abrir los ojos para sentir que mi vuelo hacia la libertad es una realidad en mi vida.